Frases de San Juan Pablo II en “Dives in Misericordia”
Frases de la carta encíclica de Juan Pablo II sobre la Misericordia Divina:
«A Dios nadie lo ha visto», escribe San Juan. No obstante, mediante esta «revelación» de Cristo conocemos a Dios, sobre todo en su relación de amor hacia el hombre». No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que, además, y ante todo, Él mismo la encarna y personifica.
Es justamente ahí donde «sus perfecciones invisibles» se hacen de modo especial «visible», a través de sus acciones y palabras y, finalmente, mediante su muerte en la cruz y su resurrección.
De este modo en Cristo y por Cristo, se hace también particularmente visible Dios en su misericordia. Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como «Padre de la misericordia», nos permite «verlo» especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad.
Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada, la parábola del hijo pródigo o la del buen Samaritano
De este modo, la misericordia se contrapone en cierto sentido a la justicia divina y se revela en multitud de casos no sólo más poderosa, sino también más profunda que ella. Ya en el contexto de la Antigua Alianza anuncian de antemano la plena revelación de Dios que «es amor». El concepto de «misericordia» tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. En la predicación de los profetas la misericordia significa una potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido.
Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y «revalorizado». La misericordia tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado.
El misterio pascual es el culmen de esta revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo. Creer en el Hijo crucificado significa «ver al Padre», significa creer que el amor está presente en el Mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos. Creer en ese amor significa creer en la misericordia.
Este es el Hijo de Dios que en su resurrección ha experimentado de manera radical en sí mismo la misericordia, es decir, el amor del Padre que es más fuerte que la muerte. En su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección.
Nadie como María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su «fiat» definitivo. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada.
La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, en toda su misión de Mesías, profesándola principalmente como verdad salvífica de fe necesaria para una vida coherente con la misma fe, tratando después de introducirla y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien sea—en cuanto posible—en la de todos los hombres de buena voluntad.
La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, «cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz», no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria.
En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas.
Supliquemos por intercesión de Aquella que no cesa de proclamar «la misericordia de generación en generación», y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia».